Conoció épocas de esplendor en tiempos lejanos. Brilló bajo las manos de Roberto Firpo que lo incorporó a las viejas orquestas de tango en aquel lejano Armenonville. Sus notas se expandieron en los míticos rincones del parque y fueron llevados por la brisa del río en aquel Buenos Aires de principios de mil novecientos.
Luego, inesperadamente, pasó a una vida distinta, había cambiado su entorno, ya en el hogar mi madre, excelente pianista, tenía con él prácticas intensas ante la posibilidad de un examen difícil, Liszt, Bach, Beethoven, por qué no Chopin. En la calle tranquila de San Isidro vibraban bajo el follaje de añosos paraísos sus notas profundas y apasionadas.
Siguió el tiempo su curso y un venturoso día fue instalado en una íntima salita de música del hotel San Isidro regenteado por mi abuelo Bonifacio. Allí volvió a tener un protagonismo importante. Algunos pasajeros del hotel probaban en él sus habilidades, distinguidas niñas de la sociedad sanisidrense arrancaban de su teclado suaves armonías, sutiles arpegios. En ocasiones se organizaban conciertos en las noches de verano y los huéspedes esparcidos por el jardín disfrutaban de la velada. ¡Y llegaba el carnaval! Y nuevamente el piano era exigido por las orquestas que llegaban de Buenos Aires para los bailes de disfraces que se efectuaban en el hotel. Fueron también momentos gloriosos. Un día cerró sus puertas el hotel y el piano viajero volvió a la vida doméstica. Mi madre seguía con su repertorio clásico, pero ya la había ganado el espíritu del tango. Su maestría también se mostraba en el 2x4.
Un día feliz, se anunció mi llegada a este mundo, y en ese tiempo de espera fui absorviendo esa cadencia vital que vertía mi madre en el piano. Creo que la tengo incorporada a mi cerebro, a mi corazón, a mis nervios. Luego vendrían mis estudios de música, y mis prácticas interminables y más exámenes y algún concierto y allí estaba siempre el piano.
Mientras tanto mi madre compartía con mi padre largas veladas de música, ya en edad avanzada de ambos. Abrían el balcón y dejaban entrar la noche de primavera con el aroma del viejo paraíso. Siempre los clásicos, pero también siempre el tango. Un día, recaló ese querido piano en mi hogar. Mi padre ya no estaba, mi madre no quiso tocar más. Y aquí siguió acompañando mis líricas ensoñaciones, momentos mágicos de soledad o a veces en familia.
Una nochebuena de tormenta la reunión familiar esperaba la medianoche cuando un rayo en las inmediaciones nos dejó sin luz. Entonces, alumbrados por las velas del candelabro del piano, entonamos la melodía Noche de Paz, mientras la lluvia caía a raudales y los relámpagos competían con la luz de las velas. Ahora estoy sola, ya no está el piano conmigo, ni nadie de quienes pusieron sus manos en él. Un traslado me impide tenerlo. Debí dejarlo ir como se despide a un amigo. Pero hoy está en un hogar amable, rodeado de cuidados y hasta un hermoso gato toma la siesta en él.
Georgina Paván San Isidro
En setiembre Georgina, con 87 años de edad, partió y nos dejó su legado. Tus amigos del grupo de filosofía, quienes tuvimos el honor de contar con tu presencia, cuidaremos de tu piano y, en cada sonido, vas a estar siempre presente entre nosotros. Te queremos y extrañamos. “La mesa de los diez”
