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Lunes 29 de Abril de 2024   











Charamusca
5/5/2014 Región Metropolitana Norte

Algunos días transidos por el otoño porteño pueden tener el rostro de viudez pasajera, o para traer una palabra en solfa, soledumbre. Igual, en casa no me echarían de menos por unas horas.
Anoche tenía ganas de escuchar tangos y me fui a la glorieta redonda, la de Barrancas de Belgrano, donde cada fin de semana se juntan todos los milongueros, esa hermandad que el transcurso porteño va haciendo desaparecer impiadosamente de la ciudad.

Aún es un placer pasear por los abandonados cipreses de las barrancas, cruzados por callecitas que hoy exhiben unos estilos de casonas que son la forma arquitectónica de lucha entre el pasado y el presente. Pero la glorieta sigue disputando su reputación de bohemia romántica y fiestera del ayer. El lugar podría ser un poseído de la brujería nocturna.

Mientras uno, desde lo lejos, se va acercando a ese lugar casi mítico, los compases de algún tango se van agrandando en la misma medida que vamos entrando a un mundo inigual, rodeado de añoranzas y comezones. Me recordó aquel país. Allí iban apareciendo nuestros padres y abuelos parados sobre alpargatas bigotudas queriendo aportar los giros de la palabra que traían desde lejos. Allí aparecen nuestros primeros pasos en el barrio de Monserrat, donde el aroma de un puchero se escapaba desde los ventanales en un menjunje con el bandoneón de Troilo. Las esquinas llenas de silbadores malogrados, donde se perdía el rumbo del raciocinio.

Pero lo más sobrecogedor de la glorieta de Belgrano es descubrir un clima. Una invisible atmósfera, una especie de fina bruma que rodea el espacio y que crea la importancia profunda del Tango: el glamour, ese extraño hechizo que elogio con fervor. Glamour, ese éter inviolado que embellece tanto las cosas, que las hace parecer más de lo que son.

Las chicas van llegando y antes de subir a la pista de baile, se cambian los sencillos zapatos que calzan, por otros de tacos altos que traen en un bolso, de un brillante plateado, que poseen todo el deseo tardío que aquellas milongueras de principios del siglo XX hubieran querido lucir sobre los pisos de ladrillo de algún conventillo.

Apenas entré a la pista, descubrí que la palabra fluye como la música y como el antojo de los cuerpos. Una tímida turista me decía que acababa de llegar de Holanda a Argentina exclusivamente para aprender a bailar tango y, en el diálogo, no pudo entender que nosotros no lo aprendimos de nadie, que vino con el legado. Es cierto, el Tango es una manera más de observar la ciudad.

Era medianoche. Las campanas del santuario sonaron 12 veces a rebato en el preciso momento que comenzaba a tocar Osvaldo Pugliese “Charamusca”. El travieso duende se asomaba. Entonces la agarré a la holandesa y le dije “Vení, con este tango vas a aprender a bailar”. La apreté firme del talle y gritó “¡Hay! ¿Así?”. Le contesté: “Sí… no hay otra forma de aprender”. Así bailamos dos horas enteras, y entonces descubrió que tenía que abrazarse mucho más consistentemente a mí porque de ese modo salían más logrados los pasos.

A medida que pegaba más tenazmente su mofletuda mejilla sobre la mía, los firuletes iban mejorando a cada rato. Yo le indiqué que no bailara en puntas de pié, que esto no era ballet. “Escuchá bien a Pugliese… cada compás del bandoneón te hace arrastrar los pies por las veredas… está buscando algo por debajo del empedrado de Buenos Aires… Escuchá los violines, cuando interrumpen a los bandoneones, les dice: Ché no se hagan los locos… Escuchá cuando el piano del maestro baja el volúmen hasta no escucharse… Don Osvaldo está buscando el silencio… es el momento del rito, de la silueta, del erotismo”.

Quizás quise sentir el aroma de mujer en celo, quizá quise sentirme ardoroso y comedido… esa noche. Es una cuestión impresionista, dicen algunos. Y yo digo no, es simplemente hormonal.
La holandesa me preguntó qué quería decir la palabra Charamusca. Le dije que no sabía, que no tiene traducción, que no existe en ningún diccionario del mundo. Es como Buenos Aires, como el tango, como la poesía, como los afectos. No sabemos qué fundamentos tienen o para qué cosa son válidos, pero no podemos olvidarnos de ellos, porque nos sirve para soñar e ir adelante. ¡Ahh! Y no te olvides nunca, que para que las cosas existan, hay que nombrarlas.

Pero el centro europeísmo de la holandesa no se conformó, quería una respuesta racional. Allí comprendí que en lo que yo dijera o inventara estaba jugando todo mi argentinismo fanfarrón. Entonces, mientras ensayábamos un firulete canyengue y orillero, le dije al oído: “Mirá, la charamusca es el crepitar de maderitas chiquitas de cortezas, de poco valor, que producen un fuego enorme cuando preparamos un asado”. Ella me sintió tan mentiroso como yo mismo me sentí. Mas, ¿había conseguido engañarla? No. Sólo atinó a decir: “¡Fueeeego…!”, y lanzó una carcajada estridente, desacatada.

Me devolvió la boca en mi oído, diciendo: “Mis amores de dos horas valen más que los amores de toda la vida”. Pero, en ese momento se acercó un morochón peinado a la gomina y con bigotitos finitos, me pidió permiso para invitarla a bailar con él.

Entre tango y tango se hicieron las cuatro de la mañana. La holandesa ya hacía rato que era requerida por varios milongueros que la cabeceaban y no le perdían pista ni un minuto. Concediendo piezas a todos, desbordaba de alegría. Estaba exorbitante, fulgente, toda su figura hacía gala de haber abandonado sus reparos, su hermosa cortedad. Habíamos ganado otra nostalgia para nuestra tierra. Y Europa nos volvía a descubrir.

Yo comencé a realizar el retorno silbando bajito. El mateo me esperaba con su caballo cansino. El cielo gris barroso, se volvió rojo púrpura. Unas sombras blancas que se movían en la copa de los árboles me parecieron ángeles. Al darme vuelta, entre el neblinoso rocío de la madrugada pude visualizar que mis padres seguían allí en la glorieta, bailando eternamente “Charamusca” de Pugliese. Mamá, apretadita a Papá, me tiraba un beso con la mano.

Juan Disante


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